jueves, 19 de diciembre de 2013

Fernando Butazzoni: Premio Nacional de Literatura, Horacio Verzi, Uruguay.




Mi compadre se despachó en 2011 con una novela monumental, titulada "El infinito es solo una forma de hablar". El libro pasó casi inadvertido en el fárrago de novedades y frivolidades del momento. Ahora, dos años después, el Ministerio de Educación y Cultura le ha otorgado el Premio Nacional de Literatura a ese libro y a ese autor. Mi alegría es doble, o triple: porque la novela es excelente, porque el autor es amigo mío, y porque desde que leí el original me quedé maravillado con aquella escritura. Así es que, con orgullo y un pelín de soberbia, reproduzco lo que escribí en aquel momento (15 de octubre de 2011), cuando El infinito... era casi un libro secreto. 










El infinito


El mundo humano es palabrero. La palabra estuvo en el comienzo de todo. La novela de Horacio Verzi representa un empeño casi disparatado por establecer de una vez por todas las coordenadas de ese proceso de invención del mundo por parte de los hombres. A partir de un personaje extraño y a todas luces exótico en el universo fluminense de los años 40 del siglo XX, el autor elabora con una precisión por momentos desesperada la historia de Occidente, que es también la historia del monoteísmo, la historia de la civilización, en fin, la Historia.
La novela posee el aliento de las grandes catedrales, y es eso: una construcción de dimensiones excepcionales, sólidamente asentada en los siguientes pilares: a) la erudición monumental, b) la estética intransigente, c) la lógica narrativa sin fisuras, d) el espíritu crítico afiladísimo, e) la dramática intelectual. Estos pilares  van levantando la catedral palabrera de Verzi lo largo de la obra, y son ellos los que sostienen la “nave central” (las sesiones o trances del maluquinho Eróthides), las naves laterales (el drama de la guerra lejana y a la vez íntima, la declinación de Stephan Zweit hasta su suicidio, la compleja relación del narrador y Monique, las charlas cargadas de tensión entre los anfitriones y sus invitados) , así como las casi infinitas reparticiones, cavas, nichos, hornacinas, templetes, altares, cúpulas y púlpitos que componen  tan laberíntico edificio narrativo.

Las sesiones en las que Eróthides se retrotrae a un pasado (¿imposible?) le permiten al escritor transcribir, muchos años después y mediante supuestas versiones taquigráficas, el discurso unificador de los padres de la iglesia, pero también las múltiples influencias filosóficas y mágicas del mundo antiguo, y la verdadera penuria de los soldados de Ciro en Persia, y la forma de combatir de los hoplitas, y las condiciones del amor en la Grecia clásica, y el concepto de “desierto” en la tradición teológica greco-judía (que, como se verá, no es ni griega ni judía), y muchos otros episodios de un pasado demasiado remoto como para ser conocidos a cabalidad por el hablante.

Uno tiene la inquietante sensación, mientras lee las transcripciones de Eróthides, que en realidad el poseso es Verzi, porque parece evidente que el personaje de la novela es solo eso: un personaje, un invento, una fabulación del autor. De todas maneras, lo que dice Eróthides es profundamente verdadero, por lo que las posibilidades terminan por conducirnos a un callejón sin salida, lleno de preguntas. En efecto: si Eróthides existió de verdad, y si Verzi no hace más que transcribir lo que el maluquinho dijo en sus trances, entonces debemos asumir que toda la historia del psiquismo debe ser revisada. Pero si el “loco” Eróthides es una creación del autor de la novela, entonces debemos preguntarnos qué fuerzas sobrenaturales han permitido que en una sola persona
el autor de la novela se concentre tal volumen de conocimiento, no en el sentido académico y superficial del término, sino en su sentido más profundo y menos convencional: el conocimiento como sabiduría. Este primer pilar, el de la erudición, convierte a Verzi en una especie de manantial inagotable, en el que brotan incesantes las citas, las reflexiones y hasta los sentimientos de un mundo lleno de arcanos, perdido para siempre.

El segundo pilar, el de la estética intransigente, tiene que ver con una especie de porfía que el autor parece entablar con todas las corrientes narrativas en boga: las engulle, las digiere y las convierte en algo diferente. Verzi nos dice, con su novela, que no todo está perdido, que aún es posible rescatar la gran tradición narrativa de Occidente, que a la fórmula impuesta por el mercado actual (historia lineal, lenguaje simple, algún romance, 300 páginas) se le puede oponer otro que no pasa por la “innovación rupturista” (Unamuno dixit) sino por la reapropiación de la grandeza ya casi perdida de la mejor novelística de los siglos XIX y XX. Carpentier está dentro de “El infinito…”, y también Yourcenar, y antes Tolstoi y después John Irving, y Chavarría y muchos otros. No tiene empacho el autor en cotejar, citar, desarrollar ideas de pensadores, historiadores, teólogos y cabalistas. En fin, al hablar de “estética intransigente” hablamos de una apelación al lector hembra de Cortázar, al lector como parte sustancial de la creación literaria (no de su posterior mercadeo).  Verzi sabe (debe saber) que su novela es compleja, extensa, poco amable. Su apuesta tiene un significado que trasciende incluso a la propia novela. Su apuesta es
lo será de todas formas una lección para miles de escritores en todo el mundo.

El tercer pilar tiene que ver con lo que se conoce en teoría literaria como la “lógica narrativa” (Barthes, Propp, et al) y hace a la estructura de la novela. Más allá de las dificultades que el autor coloca a cada paso en el camino del lector, rápidamente se percibe detrás de esas dificultades u obstáculos una secuencia que armoniza el todo y sus partes. Las sesiones, las veladas en casa de los anfitriones, la relación establecida entre los distintos personajes, la puntuación, los adjetivos, el tempo de cada episodio, todo está dispuesto de tal forma que no hay rupturas. La novela es entonces un sólido bloque que funciona según sus propias y peculiarísimas reglas, y que no se aparta en ningún momento de ellas. Esta lógica es la que le permite a Verzi la proeza, pues solamente con una estructura muy sólida y trabada puede emprenderse semejante narración. El resultado es una especie de hipnosis que gana al lector a medida que comprende (y adivina) lo que sucede, lo que va a suceder. Y al lector lo gana la curiosidad, la vaga sensación de que ahí se cuentan cosas que nadie más sabe, que nunca antes fueron contadas de esa manera.

El espíritu crítico es el cuarto pilar sobre el que se alza “El infinito…”. Se trata de una visión del mundo y de la historia en la que todo está para ser revisado. Este espíritu se organiza en secuencias: Cristo hijo de Dios, Cristo hombre, Dios el Uno, el dios de los dioses, el proceso de la doctrina y la doctrina misma. O este otro: la guerra, las guerras, el sentido del honor, el horror y la belleza, la fascinación por las armas, la construcción de un guerrero. O: Hitler, los judíos, la lejanía de los progromos, la imposible lejanía de los progromos, el dolor de Israel, la maldición de Israel, la muerte como redención. El espíritu crítico pone bajo la lupa muchas de nuestras más asentadas convicciones sobre los procesos culturales que han dado como resultado la llamada “civilización occidental”, y en muchas ocasiones nos deja perplejos. Para el autor, todo debe ser revisado.
Por último, el pilar más curioso (y poco transitado en la narrativa contemporánea) es el de la llamada “dramática intelectual”. Quiero decir con ello que a lo largo de la novela asistimos a verdaderos procesos, a torneos del pensamiento que van a terminar por delinearnos como sociedades: el comercio, la vida en las ciudades, la magia y la espiritualidad, la lucha por establecer un canon cristiano inapelable, las formas del amor y de la guerra. Todos estos asuntos (y muchos otros) asumen en “El infinito…” la forma de una progresión dramática que siempre implica una revelación, y que es llevada adelante por los personajes que aparecen en la historia (que en muchos casos son personajes de la Historia). Y de esa revelación no surge una certeza sino una nueva forma de preguntarse cómo y por qué somos lo que somos.

En resumen, en mi opinión “El infinito…” de Horacio Verzi es una de las más extraordinarias novelas escritas en los últimos años. Lo es por su ambición, lo es por su lenguaje y lo es por su forma de plantarse ante el más grande de los dilemas del hombre contemporáneo: la palabra versus la imagen. Esto es: sostener la tensión espiritual de cada ser humano o, por el contrario, diluirse en los mares hipotensos del consumo y en la faramalla de imágenes que nos deja mudos como individuos.


Horacio Verzi (Montevideo, Uruguay, 1947). Narrador, ensayista,  periodista y docente .  En 1983 obtuvo el Primer Premio de Narrativa del Certamen Anual Latinoamericano EDUCA  en Costa Rica por la novela “El mismo invisible pecho del cielo”.  Ha publicado las novelas “La otra orilla” (Montevideo, 1987), “Los caballos lunares” (Montevideo, 1991)  y “Toda la muerte” (Montevideo,1999;  mención en la categoría de novela inédita en el concurso anual 1998 del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay). Su relato “Reliquia familiar” obtuvo el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar (Cuba, 2004). En ensayo dio a conocer parcialmente el aún inédito: ENTRE LA EXPECTACIÓN Y EL DESENCANTO.  Construcción y autorreconocimiento de la identidad personal en la poesía y la narrativa de Jorge Luis Borges (2010).  
Horacio Verzi ejerció la  docencia en  La Habana, Cuba (1977-1982)  y trabajó como   investigador en el Centro de investigaciones literarias de Casa de las Américas (1981-1985).  Asimismo se desempeñó como redactor, corresponsal y editor de noticias en distintos medios periodísticos en países de América Central y el Caribe.
A su regreso al Uruguay, fundó y dirigió la revista Graffiti y la editorial  homónima (1989-1999). En la actualidad dicta clases en el Centro Regional de Profesores (CERP) de Punta del Este, Uruguay. 



Fernando Butazzoni (Montevideo, 1953). Narrador, ensayista, poeta, guionista y
periodista.  Entre 1972 y 1985, vivió en Chile, Cuba, Nicaragua y Suecia. Luego del proceso electoral puede retornar al Uruguay, donde desarrollaría una intensa actividad periodística y literaria. Fue encargado de páginas culturales del semanario Brecha, director de la Revista de la Universidad de la República, secretario de redacción del matutino La República, corresponsal del diario Clarín de Buenos Aires y director y conductor de programas de radio y TV.
En narrativa ha publicado: Los días de nuestra sangre (cuentos, Cuba, 1979); La noche abierta (novela, Costa Rica, 1982); El tigre y la nieve (novela, Montevideo, 1986); La danza de los perdidos (novela, Montevideo, 1988); La noche en que Gardel lloró en mi alcoba (novela, Montevideo, 1996); Príncipe de la muerte (novela, Montevideo 1997); Mendoza miente (nouvelle, Montevideo, 1998); Libro de brujas novela, (novela, Montevideo, 2002); El tigre y la nieve (novela, Montevideo, 2006); El profeta imperfecto (novela, Montevideo,2007); Un lugar lejano (novela, Montevideo, 2009).
Asimismo ha dado a conocer en crónica  y ensayo Nicaragua: noticias de la guerra (Montevideo, 1986); el volumen de reportajes Seregni-Rosencof Mano a mano (Montevideo, 2002); Los ensayos del Orobon (Montevideo, 1998) y Alabanza de los reinos imaginarios, un recorrido por el castillo del conde de Lautréamont (Montevideo 2004).
Su obra ha recibido diversas distinciones, entre ellas,  los premios Casa de las Américas (Cuba, 1979), EDUCA de narrativa (Costa Rica, 1981),  Bartolomé Hidalgo (Uruguay, 2008) y fue finalista del Planeta-Casa de América (2007) y del Rómulo Gallegos(2009).