jueves, 5 de octubre de 2017

Delia Pasini: Chancho rengo





Delia Pasini
























Vórtice

El héroe de nuestros días es Arthur Gordon Pym,
mezcla de conquistador, sabio y escritor de tratados,
instalado en el vértigo de su Maelström. Allí constata
y mide en su caída la velocidad y la altura del remolino,
tromba marina o marejada, calcula mentalmente
cuánto le falta hasta llegar al fondo del piélago, toma nota
de la relación peso específico-velocidad-caída
y las probables consecuencias que semejante arrastre
tendrá para su cuerpo.

Arthur Gordon Pym tiene sumo cuidado al construir
el relato de su aventura, omitiendo toda conclusión apresurada.
Después verá el resultado. En este momento, intenta sobrevivir.
Las palabras siempre nos rescatan del abismo. 
También las brazadas y la respiración. En oídos sordos
 no entran cantos de sirenas,
sólo cardúmenes ajenos a ese precipitado descenso
carente de armonía.
Acontecimiento fortuito, tan casual como el encuentro de
un paraguas y un perro en la mesa de un embalsamador.
Antes sí hubo aserrín desparramado por el piso.
Ahora los hombres ya no fuman acodados en las ventanas.
Tampoco hay charcos donde reflejar el hastío de
una abundancia con figura de vieja rufiana empenachada.


Un buen comienzo

Un buen comienzo es el de una claraboya
que traspasan pies alados, vistos desde abajo.
Pies vueltos alas, astillando los vidrios
que el sol colorea a medida que avanza el día.
Otro buen comienzo es una lancha paralela a la costa
que arrastra a un muchacho barrenando el agua
mientras un caballo corre por la arena y se pierde
antes de llegar al muelle abandonado.
De buenos comienzos están repletos los cuentos
con las fauces abiertas ni bien nos asomamos.
También las novelas. “Si una noche de invierno un viajero”
es mi comienzo favorito. Viajar siempre me sosiega.
Acaso decir: “Los pasajeros quemaron un tren
en la ciudad dormida” no sea un buen comienzo.
Menos aún si hay niebla y las siluetas se entrevén borrosas.
Las luces de neón hacen perder encanto. La basura desparramada
no es comienzo para alegrar a nadie.
El zorzal canta de madrugada. Ése es un buen comienzo,
mejor si el rugido del león lo acompaña y los aviones todavía
no han encendido los motores.

 
Chancho rengo


Algo pasaba con un chancho rengo.
Bajaría su precio en el mercado
porque el jamón tendría peor gusto
o no sazonaría bien por el defecto.
El de pata negra es más caro.
Elaborar un jamón no es apto
para estómagos delicados.
En realidad, ninguna matanza lo es.
“Carnear” le dicen en el campo.
Aquí, en la ciudad, se carnea a diario
de muchas maneras,
pero ninguna da para sutilezas.

De las tres, Nini, la asmática, rodete en la nuca
y rifle al hombro, custodiaba el campo.
Dicen que mataba topos.
La casona se venía abajo pero las hermanas no cejaban,
haciéndose cargo de la memoria y el desvelo.
Tapaban goteras, trancaban postigos y mantenían
a raya a los intrusos. Allá pasaban los veranos.
Con el campo arrendado, la ciudad las marchitó entre
penurias y obligaciones, sin poder recuperarlo.
Nela, que se encerraba a llorar en su cuarto, trabajaba
en el hospital de niños y fastidiaba al cura de la iglesia.
Sabían de perfumes y blanqueado de sábanas al sol;
también de jazmines y costureros de paño lenci
bordados a mano, regalo de cada cumpleaños en mi niñez
recibido con la nariz fruncida.
“El padre les compra la ropa” era el chisme familiar
susurrado con pena. “Unas mamarrachas,
por eso planchan en los bailes”.
La mayor, de voz nasal y porte augusto, fue
la primera en morir. Era profesora de francés.
Luchaba a brazo partido por mantener
la casa y a unos sobrinos de madre sumisa y padre mujeriego.
Nunca, nadie, escribirá su historia.
Aquí, sale a borbotones, con cadencia quebrada,
omitidos los silencios y los sueños, que uno supone truncos
o demasiado postergados.
Omitidos los secretos con los postigos atajando el sol.
Fantasmones de polleras ásperas y nariz inquieta
cumplían con los preceptos y ocultaban lo inconfesable
en medio de su deleite por conversar.
Si a unas la vejez las tornó indecentes,
a la otra la sumió en la locura.
En los aniversarios tendían mesas suculentas.
Mujeres de vientres y paladares fuertes,
la vida las barrió sin pena ni gloria.
El sobrino murió antes de poder restaurar la casa
que mi madre no llegó a conocer, pese a las
prometidas vacaciones para convalecer de una enfermedad.
Con la valija hecha, esperó en vano.
Igual las siguió viendo en cada cumpleaños
de regalito obligado y cueritos de chancho con ají picante.


Paseos matinales por la plaza

Eligieron el árbol de grueso tronco y
follaje espeso para sembrar su contorno
con velas. Hay restos de comida
mezclados con cabos de cera blanca.
El barrendero no se anima a tocarlos;
sólo los perros y los pájaros
disfrutan el festín, legos en supercherías;
también Pepona y Emily
atadas de sus correas
Cuenta el hombre que en primavera
arrecian las ceremonias.
Algunas no tan inocentes, a juzgar
por la cabeza de una gallina encontrada al pie.
Cuenta el hombre que rapiñó un plato,
pero luego temió una venganza.

Un viejo tironeado por un perro que procura
zafar de la correa. Ocho meses sin dejarlo retozar,
por miedo a que no le obedezca.
Lástima su destino, sin chicos y sin juegos,
con un dogal sometiendo tanto ímpetu
a resignada sumisión. El talante vivaz
da paso a la mansedumbre. Panza arriba, busca
una caricia y nada obtiene, salvo otro tirón
y el paseo a ritmo carcelario.

(Cantarlo con tonada de comedia y
un pasito de baile en medio de la siesta.)

El perro del hortelano no tiene rabo.
No se lo robó San Roque:
Juan, el carbonero, se lo ha robado.
"El perro del hortelano no tiene rabo;
el hombre de dientes grandes se lo ha robado..."
Dientes grandes y torcidos como collar de púas
en un perro petiso y gordo que parece un ahorcado.
"Así no puede degollarlo el dogo",
y la canción se vuelve premonición de fuga.

Se dispara la música hacia la imagen no evocada
y con falso sonsonete irrumpe la canción.
"No tiene rabo, no tiene rabo,
el perro del hortelano no tiene rabo, se lo robaron,
se lo robaron.
No fue San Roque, fue el carbonero,
el carbonero Juan se lo ha robado”.


La vecindad       
           
Vinieron por leña, en el invierno.
El eucalipto talado sin piedad.
Tanto humo tiene tufo a negociado.
Los tocones se desangran en anillos.
Cincuenta años por los maderos de San Juan.
 “¡A la hoguera, a la hoguera!”
Ya no se ganan el pan y no sufren degollina.
Miradas taimadas, para urdir de soslayo.
Como la de ese hombre que desmantela la casa
y vende lo que roba. De sirviente a ladrón.
Atrapado por el culto y los gritos del pastor
Que salva almas y expulsa al demonio.
Biblia en mano, rapiña por las calles,
lujuria desbocada.
Quien roba a un ladrón, ¿tiene cien años de perdón?
Y ahora, en el horizonte, se cierne
otra tormenta.
Lastima el pudor su torso desnudo.
Amenaza el pelo blanco y la voz gutural.
Atisbar. No dejar que ronde.
Aquí todo es a media voz, asordinado.
Cada tanto, un cuerpo se balancea.


La puerta secreta

Mario Romero habla de una pintura ciega
y su voz atrapa la luz de los espejos.
Habla de imágenes sin trazos
y la mirada accede al misterio
de la creación del universo.
Canta sin mencionar la música
y un lenguaje tonal recorre la partitura de los siglos.

Sus palabras juegan y se esconden
en los pliegues del bullicio rompen el silencio.
Habla. Y los sonidos lamen los oídos,
los exalta de alegría.
Habla. El sentido encarna en la revelación.
Caen las máscaras.

Una niña irrumpe desde el fondo
del cuarto proyectado en el cristal del tiempo,
extiende sus brazos y tomándonos de la mano
nos precipita al jardín del paraíso.


Mater Dei

Eugenio nombra a Gounod y se resiste a entrar
en ese pasaje para él obsesivo. Calle con arcadas
de piedra que dan a una escalera gris y persianas
amarillas entreabiertas.
Cielo azul pastel, paredes a la cal
y una silla vacía junto a la puerta cerrada.
Algún farol se encenderá por la noche.
La mirada choca contra lo blanco, obligada
a transponer el umbral. Del otro lado
quizás haya luz o penumbras.
¿Mesa tendida o mezquindad?
El punto de fuga es la pared blanca.
Tal vez se abran otros pasajes hacia el fondo.
De este lado, la cama paralela a la ventana
que recorta techos, mansardas y hasta un ciprés fuera de lugar.
Al pie de la cama il fratello Fernando. Sus brazos
sostienen al amigo, lo arropan,
  se funden con su piel y disipan todo temor
anclando en esta orilla  ese cuerpo vulnerado.

“No debo cerrar los ojos”, dice Eugenio.
El blanco detiene los excesos, limita y enceguece.
El blanco es la luz del sol cayendo a pico sobre la cabeza,
los ojos turbios, desenfocados, encandilados por el resplandor.
El blanco es asepsia y despedida.
Las palabras de un enfermo contienen su revelación.

Tres parábolas del Evangelio de Lucas.
Il fratello cuenta su predicación de ese domingo
“No temas, pequeño rebaño, porque el Padre
de ustedes ha querido darles el Reino.
Vendan sus bienes y denlos como limosna.
Tejan bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro
inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón
ni arrasa la polilla. Estén preparados, ceñidas las vestiduras
y con las lámparas encendidas…”
Cuando Fernando habla las palabras se vuelven
bálsamo; miel y especias corren por el pecho,
entibian el atardecer colándose por la ventana.

Atrás aún vibra tintineando la lectura por Marilú Marini
del récit de Theramène , un Racine a domicilio.
La dulce inteligencia no se rinde.
Veo oleadas sobre las sábanas, empujando obstinadas.
Siento la disolución de ese vivir en letras,
el jadeo de una concepción esencial, persona plena.
Quedará el altar hecho en alpaca por Blas Castaña
donde se incrustan una piedra andina y otra del Éremo,
lo judaico y el mundo griego, la virola de un salero
y el latín de las inscripciones romanas. Cada detalle
una historia, cada historia un sentido.
Constituye un legado. Al recibirlo, aceptamos la gracia,
también el desamparo de esta pura realidad
hecha cuerpo enfermo, materia en descomposición,
lucidez aferrada a conservar el pudor de las buenas maneras.
Civilizado modo de prevalecer, de solapar la bestialidad
mediante ese espíritu que los ingleses nombran mind,
fundiéndolos, así intelecto y sentimiento se preservan.

Inútil explicar. Inútil referir que esas fotos tomadas
al claroscuro de una tarde invernal dividen mi cara en dos
mitades, como si salud y enfermedad se repartieran mi
lado izquierdo y mi lado derecho en amable rivalidad.
Tenía los ojos tristes y la barbilla temblorosa.
¿Acaso ese domingo supo mi espíritu-mente la batalla, jamás
imaginada, que mi propio cuerpo se aprestaba a librar?


Ardor

Fake va por caminos linderos. Los campos
sembrados con soja auguran un desierto en ciernes.
Lleva una libreta en el bolsillo y el morral al hombro.
Tiene sed. Hay una casa recortada contra los álamos.
A lo lejos, las sierras esparcen un resplandor azulado
que se confunde con el cielo.

Siempre lo asombró el campo, ese territorio ajeno
donde el ansia de espacio se le anuda en la garganta.
La inmensidad lo sofoca. No le pertenece.
Querría poseerla, pero sólo tiene sus piernas
cada vez más flojas y los ojos empañados de horizonte.

Fake se recuesta contra un poste de alambrado.
Fake ignora los sembradíos.
Tampoco sabe si la tierra negra ha sido arada o está en barbecho.
Mira esos brotes verdes, parejitos y se pregunta si serán de
alfalfa, sorgo, soja  u otra planta comestible.
Sólo puede diferenciar el maíz del girasol.

Fake busca protegerse en algún pueblo. Ninguno cerca.
Bajo techo se siente más seguro.
A la intemperie el desamparo. Un sol a plomo indica el mediodía.
Llegar parece una aventura imposible.
Alguien buscó que el viaje le resultara penoso.
Datos falsos lo fueron demorando; sólo el silencio a sus preguntas.
Culpa suya conformarse. Toda sumisión se paga cara.
Mansedumbre de postulantes a la bendición eterna.
Estampita de catecismo arrugada en la billetera.

“Se propagan como peste”. Una buena nota
es un ascenso. Una buena nota de abanderado,
siempre primero en el cuadro de honor.
Dar la nota, le dijeron, eso debía.
Varias Juanas de Arco en la zona.
Muchachas en llamas y sus amantes en fuga
contando la fábula de la salvación.
En  agonía, no podían hablar.
Algunas balbuceaban en una cama de hospital.
Médicos, enfermeras, policías, opinando a su antojo.
La sordidez en figura de tipos
que lloran a moco tendido frente a un notero de televisión
“Hice todo lo posible por salvarla”.
¿Cuánta salvación hay enunciada en un tango?
Y ni siquiera se muerden los labios.

Fake se cansa fácilmente. Carga sobrepeso y un hambre feroz.
Siempre se promete comer liviano.
Voraz, devora cuanto le sirven y jamás se sacia.
Eso se paga con dolor de pies y jadeos cuando quiere andar ligero.
¡Maldito campo cubierto de zanjas, alambradas y montes de árboles
al alcance sólo de las vacas!
¿A quién se le ocurre caminar a esa hora?
Piensa que le gustaría aconsejarlas.
Inmolarse por un hombre, otro signo de sumisión.
Ningún ideal, ni heroína ni doncella iluminada.
Pobre ilusa enyugada a un macho que le enardece el cuerpo
hasta hacerlo arder en la hoguera.

A Fake le arden los pies y la frente.
Le arden las gotas que le caen por la nariz.
Le arde la garganta y la lengua seca.
Le arde el pecho bajo la camisa pegajosa.
Le arde el deseo de llegar, de tirarse en una silla,
a la sombra, bajo un ventilador de techo,
beber una cerveza bien helada y engullir un especial
de salame y queso untado con manteca.

Los médicos del hospital se contradicen:
habló- no habló, lo acusó-lo exculpó,
más del sesenta por ciento del cuerpo quemado
coma inducido, respirador.
La policía libera a los sospechosos por falta de pruebas.
Sus abogados defensores, corte de pelo a la moda, aire sobrador,
cancherean frente a la televisión. ¿Vieron?
Los familiares de las víctimas piden justicia.
Organizan una marcha, cadenas de oraciones,
una vigilia con velas y en silencio.
Las cámaras vulneran sus rostros transidos de dolor.

Fake abre un diario. La Sociedad Rural amenaza al gobierno.
Se viene el tractorazo.
Los de botas de cuero y sombreros tejanos se autoproclaman piqueteros.
Fake piensa si cambiarían sus pilchas camperas
 por la ropa de los sin tierra que reclaman
 una parcela para sobrevivir,
 la colonia inglesa por el olor a grasa.
Los tractores, leyó, hoy se manejan por computadora.
¿Cuántas casas baratas vale una trilladora?

Dos de las quemadas mueren y los sojeros dejan las rutas
llorando miserias, panzones y prósperos, frente a las cámaras.
No se miran el ombligo porque no pueden.
Reventar de risa, eso sí sería un buen cierre.
No, los perros no mienten: huelen el mal, de lejos,
aunque también su retirada.


Los giocondos

¡Ah los giocondos!
Ingeniosos, la poesía es materia chirle
entre los dedos.
Blanda y porosa como sus trastes.
Melosa como sus plumas embreadas.
Señalan, clasifican, otorgan.
¡Index, index!, piden y, al mismo tiempo,
balbucean excusas, se inventan justificaciones.
Ya no tienen siquiera espacio para la creación.
¡Cuántos giocondos! Giran, dan vueltas a mi alrededor.
Sonríen satisfechos, carecen de recato. Títeres de ocasión.
¿Alguna vez tuvieron miedo o vergüenza?
¿Conocen la pobreza? ¿El temor por los hijos?
Los giocondos narran de un modo prolijo
su corrección política. ¡Ellos sí saben pensar!
Nadie los arrea a cambio de un choripán y una gaseosa
No saben de tetra- bric ni de calles embarradas.
Escamotean la riqueza. Se sumergen, furtivos, en las
cajas de seguridad donde atesoran títulos, alhajas y valores.
Vidrios polarizados ocultan su identidad.
Así cualquiera se siente triunfador, por encima de los demás.
Días calmos o días tormentosos
de sol y lluvia, de calor y frío.
de abrigo e intemperie,
de frutos y sequía.
Y las vidas transcurren, sujetas a su tiempo
y a leyes de un cosmos ordenado.

“Sin voz, no hay voces”, recuerdo haber escrito
esa noche en que la suya vino a mis oídos
para volverse universal desde un poema.
Sueños de papel, nuestras palabras.
Proyecto de inmensidad, la voz,
petrificado sonido en la distancia vuelta flecha
que enciende el blanco y aviva el seso.

Su muerte me hace mirar la muerte en el espejo.
Vacío donde debería estar su abrazo.
Un pozo negro reemplaza el calor de la mirada.
Los gestos se esfuman y se pierden en la memoria.
¡Ah traidora memoria!, te han colgado de un hilo.
La cordura impide el desborde, insinúa la evocación.
Provocadoras sus palabras, se encabritan y amansan.
Suma beatitud su nombre, profecía de un tiempo
indiferente a tanta sutileza.
Y esa música antes dulce hoy transida de dolor,
y este aire ayer transparente hoy brumoso,
y mi humor antes apacible hoy rebelde,
aunque tu recuerdo sea tan benéfico como tu corazón.
aunque el dolor se atenúe cuando quiero recordarte.
Oleadas de dolor, marea que viene y se retira
hasta el próximo movimiento, leve o turbulento
como mi ser quebrado desde tu partida.
Un cráter en la tierra, un vacío en el aire,
torbellino ciego pone en jaque mi existencia.

Afán de consignar fechas, de volverte obra de arte.
Al escribirte me ausento, te alejo, abandono
la realidad, me destierro en la fantasía.
Arde esa mesita en la vereda del bar
donde nos vimos por última vez
No puedo mirarla sin reconocer tu ausencia
casi palpable en la mesa junto a la ventana.

Perdida en la maraña codiciosa,
los Giocondos acechan. Paladean la indefensión.
Ya no está el paladín que abría con la espada
un mundo en travesía, siempre alerta
al  beber, sin saciarse, en el manantial
de la palabra renovada.
Tarea de otros recomponer la historia.
Fragmentos dispersando los gestos caen,
se ensucian, ocultan y revelan.
Así la poesía. Del todo-dicho a la más oscura nada.
La nada relumbrante sobre el carbón blanqueado
de los días en ascuas.

Demasiadas horas entre las paredes de esta casa
más sólida que nuestras intenciones.
Casa  por siempre desterrada
a pesar del nombre que procura sujetarnos. 
Hay historias ajenas, voces extrañas,
un empecinado recorrer esos pasillos de museo
donde exhibimos objetos, circunstancias,
y ocultamos los deseos postergados.
Demasiadas horas con los postigos expuestos
a la fuerza del sol o de la lluvia
que abren grietas como arrugas de pesar
por esa culpa que siento cuando entro.
Casa sin pasos, sin bullicio, casa del miedo suave,
esa aprensión con que acompaso un estar improvisado.

¿Dónde está la vida, en esta casa?
Si hasta las perras parecen ausentes por
la modorra que les trae los años.
Se aleja, ya traidora, pero vuelve a sonreír
con cierta irónica condescendencia.
Ahí se va mi nombre. Perdido en el silencio,
trajinado entre ecos que aún me asombran.
¿Y dónde la ruptura de la forma?
¿Dónde esas criaturas que deberían actuar,
llamarnos con su drama, seducirnos?
¿Dónde la frescura a chorros,
trazando un derrotero sin escala?
Hago crujir la hojarasca: hay sequía
y las hojas se acolchonan en la barranca.
Las familias acampan. Extienden mesas,
se prolongan en sillas, conviven, sofocadas.

Ya no el hombre con los gatitos en venta
ni el parrillero bajo el toldo de lona.
Ya no la lancha con su estela blanca
ni la feria con las bombillas de color.
Todo se reduce a un par de ojos cansados
en el verde y en el chorro espasmódico del agua 
para regar las plantas.
El asombro, hoy, es asimilar ausencias,
darles una continuidad, impedirles que mueran.

Hay giocondos que sueñan con la fama.
Trascender, brillar, triunfar.
Son los giocondos estelares. Poco importa la creación,
sino sus efectos. Lucen lustrosos, gatos de Baudelaire.
También hay giocondas. Aspiran a ser diosas del hemisferio sur.
Me ofrecieron formar parte de tal constelación,
pero si hubiese querido serlo me habría puesto
un tocado de plumas de avestruz para bajar una escalera
iluminada en un teatro de revistas.


VIGILIA

Duermevela con ríos de palabras rumorosas
para usar tu expresión, querido poeta del espacio;
palabras que nombran, aluden y distancian,
como siempre ocurre cuando se destinan a preservar
una memoria.
Palabras-féretros contienen
palabras-alas sueltas en medio de este páramo
en que intentan convertir nuestra morada.
Pero ellos no permitirán que nos sequemos,
 no nos dejarán la agonía de la sed
o de la asfixia. Ellos, los justos, moldean mis palabras
para entregártelas, querido amigo,
 esta madrugada cuando todo rezo
 es utopía necesaria y necesario ruego.
 Por ella y por nosotros.
 Palabras con su sentido exacto,
 no una conversación trivial,
 porque la luz aún no llega
y esta oscuridad es más propicia para saber qué somos
 o, en definitiva, qué miedos nos hermanan.
Tanto me han dado todos
 que lo poco que doy son ellos transformados en mí.

Tantas sus voces, esos queridos, entrañables tonos
 de semisombra y semiluz, diafanidad o ambigüedad de trazos.
 Adorables matices en sus silencios vueltos vida.
Adorables voces cuyos timbres resuenan con tanta nitidez
 a pesar de esa confusión de gritos
 propia de nuestra condición de seres vivos.
Hoy soy sólo ellos en mi cuerpo.
Hoy, impregnada de ellos, tengo voz para significar mi paso por la vida.
Y así desfilan por mí en sus circunstancias donde legado hubo
porque nada pretendían legar, salvo sus sueños.
Los gestos se detienen, merodean, se demoran
 a mi alrededor, con la carga de esa hermosa palabra que tantos años
me llevó aprender a transportarla.
Porque del dolor nace la dicha y de las cenizas se renace.
Tan esquiva esa lección, tan inasible. Dúctil y rebelde a la vez,
como el camino.

Hay tanta ausencia en las palmas de las manos, tanta arena
escurrida en el reloj que inexorable cae, a intervalos regulares,
hasta dejar un día de desgranar el tiempo en su clepsidra.
A propósito: me horrorizan los relojes sobre el césped recortado,
esa manera de forzar la irrupción de lo silvestre,
 de cercenar con fría perfección la calidez de lo perdido.
Sí, paloma, allá apareces, resignada.

Ella me dijo (y entonces fue la despedida) que quería vivir.
Dama de noche dueña de un perfume empalagoso,
adormeces los sentidos, los narcotizas.
Para mi nariz, jazmines con su dulzor alimonado.
Siempre los semitonos, los acordes en fa menor, olas lamiendo
la orilla con su balsámico ritmo. Acompásame.
Por ahora quiero hamacarme en sus nombres,
dejarme mecer por esas voces materiales
y vaporosas, hechas, ¡ay! apenas de reminiscencias.
Pero una vez estaban. Pero una vez decían.
"Quiero vivir" dijeron de muchos modos diferentes.
"Quiero vivir", así sintieron como sentimos todos
cuando aún pisamos con fuerza y nos cuesta caminar,
hundidos en la arena.

Hoy miré el río. Ah ese río preservado en esta orilla,
propicia la despedida besando el sol. Va hacia el horizonte
y tiene ansias de infinito. Por eso enorme, por eso bello y
palpable. En la arena dejé una huella.
No, más bien un grito con esa inscripción destinada
al lengüetazo del agua en las tinieblas.

Ya he llorado a  mis muertos en esta casa
abierta al sol y al desengaño.
Como si fuese un hoy prematuro recuerdo haber celebrado
un duelo anterior, un duelo nuevo. Quedan nombres
clavados en paredes edificadas de vacío y deseo.
Ya están los amados nombres vueltos materia preciosa
en su no-ser ha-sido. Ya están en mí. Soy uno de ellos.

Querido poeta cantó cuando en su cuerpo anidaba la tristeza.
Cantó todo su júbilo cuando el dolor lo ausentaba de esta casa.
Cantó todo cuanto fue y jamás sería mientras la barca
remontaba la corriente jamás atravesada.
El piano blanco se confunde con un pentagrama en el papel.
Un piano blanco sobre la alfombra y la clave de sol detrás del vidrio.
El piano blanco nunca tocó una sinfonía
y los papeles pautados amarillearon dentro de los marcos, fracasos terrenales.
¿Fueron fracasos? Los visitantes no compraron ningún cuadro
y el piano blanco nunca subió a los escenarios.
Pero ahí está la escena preparada. Festín para los ojos. Pura esencia.
Resurrección es otro ser caminando con sus perras por la playa
y llorando sus nombres en la ausencia.
Resurrección una falta colmada de memorias.
Resurrección esos mínimos actos que dan sentido a los fragmentos.

Y un día la vida terrena ya no los necesita.
Y un día, perdido ya de todos y de siempre, alguien mira el cielo
y se siente distinto sin saber por qué.
Como tampoco sabe cuándo ha de ser la última vez que mire el río
o recorra la playa con sus perras.
 Irrumpe con su puro sentido designado. Guarda el recuerdo
y renueva el pacto de la diferencia en semejanza.

Hoy, cuando se glorifica lo efímero y todos somos descartables
palpo un libro de hace cincuenta años
a punto de disgregarse entre mis dedos
y esa imagen de alguien que fui me pertenece y a la vez me ausenta.
Viejos amigos, los pasos fueron y vinieron,
se aventuraron y más de una vez
desandaron caminos pero no pudieron regresar.
Allá esa maravillosa masa de agua. La travesía ineludible
los aparta y los vuelve espíritus del deseo en lo infinito.

Soy de este lugar como otros tantos. Pero no de aquellos para
quienes la vida sólo es comercio y tráfico. A mí las voces,
los sueños, los perfiles. A mí los soles sobre el mar rojizo
y sinfonía de pájaros llamándose de árbol en árbol.
A mí los gatos furtivos del amanecer y mis dedos hundidos en su pelo.

Ah la alegría de tocar y separar texturas es la iniciación
de los sentidos inaugurando día a día su ritual.
Aterciopelada y áspera, elástica o rugosa,
de todas las materias sólo me asquea la rechoncha blandura complaciente.
Discursito banal y risita procaz de circunstancias.
No confundir a mis amados poetas y su entrega
con un chirle sentimentalismo Tampoco con
la violencia militante que sólo busca protagonizar algún
ruidoso crimen. Los míos tienen culpa y tienen arte.
Saben de entrega y de artificio.

Partitura enrojecida, piano blanco y poeta asomado a la ventana.
Dos Enriques y una Inocencia ya jugados en el azar del tiempo.
Pórtico azul, tímida melodía y con voz honda se despiden.
Aquí yo los refugio y los libero.
Aquí yo me vuelvo su voz y ellos mis tonos.
Y debo agregar la mano aferrada a ese “te quiero”
dicho a tiempo a modo de consuelo. Debo agregarte, querida amiga,
ida sin ceremonias ni esperanza. Mucho más triste tu partida
por convicción terrena, negadora de ámbitos celestes desde
donde protegerlos, si te evocan.

Hojas apelmazadas por la lluvia, resbaladizas,
no la crocante alfombra donde pisar es goce saltarín.
Aquí vamos por la pendiente, hacia ninguna parte.
Risas declamatorias intentan explicar lo inexplicable.
Ostentan ese modo de sentirse a salvo, preservados.

Delfina siempre como ámbito velado: paraíso perdido o
jamás alcanzado. Libros en los estantes blancos y ese olor a
ricos géneros, extendidos sobre una mesa oscura.
Música de blues acompasa esta tarde de lluvia
y la búsqueda ansiosa del libro para leer en la cama.
Gambito de a caballo,
con su tapa rota, nunca fue devuelto. Hasta hoy puede verse
la firma en la primera página.

Pero todos aconsejan no mirar atrás. Todos aconsejan
apostar al futuro. Sí, pero no hay mañana sin pasado
y este presente doloroso es la experiencia
de una iniciación jamás imaginada.
Por amor, los perros se conforman con salir a horario.
Atrás queda la playa para perseguir a las gaviotas.
Ojalá haya otro verano con sus ritos al sol
 y las caminatas hasta el arroyo. Ojalá florezcan los jazmines y perfumen
los cuartos al anochecer. Ojalá los brazos se extiendan para abrazar el vértigo.


Dos mujeres

Ese gesto de alisar la bandera sobre el féretro.
¿Lo arropa?
¿Lo abriga?
Ese plegar la bandera sobre la madera lustrada.
Arropándolo
Abrigándolo
Para que el frío sea menos hiriente;
para que la muerte no lo lacere con sus garras.
A su lado,
dándole calor.
Arropándolo.
Abrigándolo.
Ese gesto de manos alisando
la arruga de la bandera sobre el féretro.
Acunándolo.
Protegiéndolo.

Mis manos no alcanzan sus lágrimas.
Mi voz no llega a su espíritu hoy deshabitado.
Ya no serán las mismas.
Deben hundirse en el dolor para renacer de sus cenizas.
Mis palabras quieren ser bálsamo y son agua.
Mis brazos quieren ser amarras y son ajenos.
Nadie puede fundirse con su ser, conjurando su pena.

Dos mujeres velan. 
Un ataúd envuelto en la bandera argentina y
otro cubierto de negro y oro con la estrella de David.
No puedo contener su llanto.
No puedo llenar su vacío.
Desapacible la incertidumbre,
no puedo templarla.
Desapacible el aire a su alrededor,
no puedo entibiarlo.
Ella alisa con dulzura el pliegue sobre el féretro.
Acariciándolo.
Arropándolo.

No quieren, no quieren olvidar el rostro amado.
No pueden, no pueden dejar el camino trazado.
Dura y artera fue la Muerte, al marcar sus vidas
en la primavera..
El sol enciende el paisaje, renueva los frutos;
el viento se lanza sobre sus mejillas y las besa.




Delia Pasini. Nació en Buenos Aires. Poeta y traductora. En poesía ha dado a conocer: Un decir se repite entre mujeres (1979); Los peces de ceniza (1984); Adiós en el original (1985); Títere sin cabeza (1991); De artes y oficios (1998) y Parábola de ciegos (2005.
Ha traducido entre otros autores en lengua inglesa a: Lewis Carroll, Oscar Wilde,  Jane Austen, Christopher Marlowe, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens y William Butler Yeats.